:: Parroquia San Benito Abad ::

sb1EL CONVENTO BENEDICTINO DE BUENOS AIRES Y EL MOVIMIENTO LITÚRGICO.

Entre los años 20 y 70 del siglo XX, el sonido del canto gregoriano de la diaria Liturgia de las Horas, resonaba en la calle Villanueva al 900, sobre la barranca de Las Cañitas. Y los domingos, a las 10.30, Radio Nacional trasmitía desde allí la misa cantada. La comunidad de monjes benedictinos liderada por el abad Andrés Azcárate (1) difundió en esas décadas en el mundo católico latino americano un movimiento de rescate de la original celebración litúrgica cristiana.

El Movimiento Litúrgico.

Un movimiento en el siglo XIX buscaba un retorno a las fuentes de la liturgia latina. Nació en Solesmes, Maine, el siglo XIX. Allí, Próspero Guéranguer (1805-1875) restauró la orden benedictina en Francia y refundó el monasterio en 1833, en lo que era un priorato en ruinas (2). Él y su comunidad de estudiosos monjes dieron inicio a lo que se llamó el Movimiento Litúrgico. Dos fueron sus obras trascendentes: la introducción a la ciencia litúrgica   “Instituciones litúrgicas” y los quince tomos del “Año Litúrgico” dedicado a los fieles (3).

Los monjes de Solesmes discípulos de Guéranguer continuaron los estudios e investigaciones de su maestro también en el campo del canto gregoriano que fue su otra gran iniciativa.  Desde Solesmes pasaron a refundar y restaurar conventos benedictinos de otros países europeos y a formar una red de intercambio entre ellos: Ligugé en Francia, Farnborough en Inglaterra, Beuron en Alemania, Mardsous, Mont César, María-Laach y Saint André en Bélgica, Monserrat y Silos en España. Así renació la célebre abadía de Santo Domingo de Silos, en Burgos. Desde allí vinieron a Buenos Aires en la segunda década del siglo XX un pequeño grupo de monjes.

El movimiento iniciado por Guéranguer buscaban recuperar la pureza de la liturgia cristiana latina de los primeros siglos, centrada en el Misterio Pascual, en la original fuente judeo cristiana de la fe. Postulados que no se podía enunciar abiertamente en el siglo XIX, en 1963 el Vaticano II los consagraba como normas oficiales de la Iglesia, a pesar de la oposición de sectores conservadores (la misa participada comunitariamente, en la lengua del lugar, con altar cara al pueblo, eliminación de las misas privadas, etc.). Eran un grupo de estudiosos que lograron, no sin resistencias, ser admitidos de a poco por las jerarquías eclesiásticas y por Roma. Algunos pudieron confundir esa línea de pensamiento con el iluminismo, o con el jansenismo, o con el galicanismo, que en el siglo XVIII criticaron la religiosidad católica y propiciaron también reformas litúrgicas. El Sínodo de Pistoia de 1783 condensó esas tendencias, pero la jerarquía eclesiástica las condenó en su momento junto con el iluminismo antirreligioso de la época. Los profesores de la universidad de Tubinga acogieron en cambio las inquietudes del movimiento benedictino y las profundizaron. La autoridad de un teólogo como Romano Guardini los legitimó académicamente, desde principios del siglo XX con textos como “El espíritu de la Liturgia” de 1918 (4). Las encíclicas de Pío XII Mystici Corporis (1943) y Mediator Dei (1947) les entreabrieron algunas puertas que recién el Vaticano II abrió del todo cuando en 1963 fue proclamada la Constitución Sacrosanctum Concilium (5).

El canto gregoriano.

San Gregorio Magno (540-604) fue el Papa benedictino al que se atribuye la codificación de la liturgia latina y su cantar sacro. Los conventos de la orden difundieron este legado por la Europa de entonces invadida por los pueblos germanos en proceso de evangelización. En el siglo XII recibió el nombre de “canto llano” para diferenciarlo de la polifonía que venía creciendo en los templos a partir del siglo X. Hoy se lo conoce como canto gregoriano.

Había alcanzado su cumbre en los siglos IX y X, en los que se le inventó una forma de escritura occidental independiente de la griega. En el siglo XIX el abad Gueranguer y los musicólogos de Solesmes indagaron en manuscritos la tradición de esa forma de música vocal de los primeros siglos cristianos, que se había ido perdiendo. Las ediciones de su notación que sobrevivían conservaban con muy escasa autenticidad su expresión musical. Los signos musicales llamados “neumas” y la “patitas de mosca” con los que se la había registrado resultaban indescifrables y no manifestaban referencia a alturas melódicas ya que durante siglos la trasmisión fue “de boca a oído”.

Una búsqueda arqueológica y semiológica de décadas logró ir dando con las claves perdidas de ese tesoro musical pre medioeval. El invento de la fotografía permitió en el siglo XIX confrontar manuscritos distantes entre los conventos y centros de investigación musical. La grabación en discos de vinilo, recién hacia 1970, del Coro de la Abadía de Silos -reeditados más tarde digitalmente- hizo trascender inesperadamente esos sonidos fuera de iglesias y conventos, naciendo los coros laicos de canto gregoriano en muchos países (6).

Los benedictinos en Buenos Aires.

Desde Silos fue enviado el monje Fermín de Melchor a buscar un lugar donde expandir la orden en América y también para buscar recursos económicos que escaseaban en el Viejo Mundo para solventar ese renacer de grandes abadías hispanas hijas de la francesa Solesmes.

Luego de un fracaso en México, lo intentó en Cuba, y, finalmente, se embarca a Buenos Aires en diciembre de 1914, donde le ofrecen un sitio para la fundación de un convento en Belloc, partido de Carlos Casares. Silos envía allí los seis primeros monjes, entre ellos a Andrés Azcárate, aun no ordenado sacerdote. Tampoco les fue bien en ese primer intento en Belloc, ya que la soledad de esas llanuras les resultó inconcebible aun para las raíces agricultoras de su vocación de “ora et labora” (7).

Al año volvieron a Buenos Aires, donde recibieron la hospitalidad de otras congregaciones por algún tiempo, como la de los Sacramentinos, que estaban construyendo su magnífico templo neo románico sobre la barranca del Retiro. Pero también peregrinaron en tareas pastorales por barrios más periféricos aunque también borgeanos. El P. Román Heitmann, carismático párroco del bajo Belgrano, los ayudó a encontrar apoyos.

Consiguieron donaciones y dos terrenos. Uno en la barranca de Maure en la quinta de Anchorena, con caserón incluido, que, según versiones desmentidas, había sido de José Hernández. Otra franja de terreno lindero adquieren a la sombra del palacio Tornquist, Villa Ombúes, actual embajada de Alemania, entre la barranca de la calle Olleros y la de Gorostiaga, que no estaba aún abierta como calle. Fueron favorecidos por un heredero Tornquist que se hizo sacerdote salesiano.

Sobre esa pintoresca barranca y entre dos castillos neo medievales: el de Torquinst y el de Loreley, del otro lado de Maure, donde las monjas Esclavas del Sagrado Corazón se habían asentado pocos años antes, aquellos seis monjes soñaron  un monumental templo abacial del que incluso pusieron la primera piedra en 1920, y un convento poblado por cientos de monjes. Acaso fueron contagiados por una imaginada argentina de restauración católica y cruzada triunfalista.  Pese a la munificencia de algunos benefactores y al entusiasmo de algunos famosos arquitectos, ese sueño era excesivo.

Concretaron algo que fue más modesto y realista en la calle Villanueva: la capilla del Santo Cristo. Esta pequeña iglesia del convento fue el foco de irradiación de cultura litúrgica y canto gregoriano según la tradición de Solesmes. La historia de esa comunidad religiosa está documentada en la publicación que la Abadía realizó en 1965, con motivo de cumplirse el cincuentenario de la llegada de los primeros seis monjes. Sumaron a su vocación monástica y de estudiosos, la del compromiso parroquial que asumieron a partir de 1928, dejando una profunda huella social y religiosa en el barrio.

El conjunto arquitectónico y el arte sacro benedictino.

La capilla del Santo Cristo consagrada en 1924, con su singular atrio porticado fue diseñada por el Padre Eleuterio González (1880-1960), uno de los primero seis monjes (8).

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El órgano vino del taller parisino de Victoriano González, hermano del P. Eleuterio, quien lo montó y afinó personalmente en Buenos Aires.

Esa capilla del Santo Cristo de 1924 formaba parte de un proyecto más amplio que incluía un gran templo “abacial” cuya estructura de hormigón armado se empezó a construir en 1940 a costa de la demolición de gran parte de la casona de Anchorena. Mientras tanto fueron levantando su claustro interior, y sus dependencias conventuales. Los proyectos previos habían sido consultados con Alejandro Bustillo, Martín Noel y el salesiano Vespignani, pero finalmente se impusieron los diseños del P. Eleuterio. Había nacido en Hacinas, Burgos y se formó en el Colegio San Anselmo en Roma. Gozó de predicamento en círculos ilustrados del catolicismo argentino por su erudición en temas de arte sacro.  También proyectó la gran iglesia abacial espectacularmente  implantada sobre la barranca, cuya construcción nunca terminada del todo sería  supervisada en los años 60 por el arquitecto Augusto Ferrari, según Aliata (9), aunque Brandaris descubrió que fue más que eso, ya que la mano de Ferrari dejó su huella decisiva en esa tardía pero impactante mole neomedieval.

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El amplio presbiterio en el centro del crucero, en 1965 adaptado a las nuevas normas del Concilio, resulta muy adecuado a las concelebraciones comunitarias y ordenaciones sacerdotales de la arquidiócesis. En su diseño colaboró el arquitecto Amancio Williams que vivía en la cercana calle 11 de Septiembre.

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El “neorrománico” elaborado en sus escuelas litúrgicas de Francia y Bélgica no era para estos benedictinos una moda sino una radical elección a la vez mística y estética, lo mismo que el canto gregoriano. Sus ornamentos y su ajuar sacro tenía inspiración en fuentes prerrománicas, pero resultaron más acordes a un gusto “moderno” y después del Concilio se impusieron.

De la escuela de Arte de la abadía belga de Maredsous trajeron las tablas del vía crucis que fueron las únicas piezas de diseño claramente renovador, que no era fácil de digerir para estos religiosos españoles que las ubicaron a una altura que las hace invisibles.

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Sin embargo el interior del Santo Cristo de los años 20 y el del gran templo abacial de los 50-60 alberga las huellas de una búsqueda estética singular. Su historicismo neo medieval tardío no es el más feliz resultado de esas búsquedas de los que consideraban lo más depuradamente auténtico de la herencia cristiana.

En el tomo III del Inventario de Bienes Muebles de Buenos Aires de la Academia Nacional de Bellas Artes se detallan las obras de arte que abriga el Santo Cristo. (10).  No se liberaron del tradicional historicismo, pero buscaban una depuración en el paleocristiano, por ejemplo en la indumentaria sacra. Sus albas y casullas llamadas “góticas” diferían notablemente de lo usual en las parroquias vecinas.

El equipamiento y el arte devocional del común de los templos de la región padecían influjos de historicismos tardíos europeos y caían muchas veces en hibridaciones eclécticas y en una peligrosa decadencia kitsch. La infinita fecundidad de las devociones católicas parecía ahogar la herencia original de la celebración cristiana para el pensamiento de la renovación teológica.  En los años 30 sin embargo, proliferó en la argentina la construcción de templos parroquiales de líneas más simples y económicas, en un estilo arquitectónico neo románico que proyectaba y construía el arquitecto Carlos Massa con mucho ladrillo a la vista (11). Se abandonó la anterior moda de iglesias neogóticas. También el neocolonial y su ideario hispanista y nacionalista fue desplazado por esta búsqueda de un fundamento anterior en lo primitivo cristiano. Acaso la mística y la estética benedictina hayan tenido que ver con esta tendencia de la arquitectura sacra en tiempos del Cardenal Copello. El modesto campanario contiguo al Santo Cristo parece responder a esa estética. Lo cierto es que Azcárate y sus monjes eran respetados y escuchados en los centro de cultura católica y en los de formación del clero.  El influjo de estos benedictinos españoles no fue tan renovador en su lenguaje arquitectónico, como el de los benedictinos franceses que en 1938 vinieron de Solesmes a Santiago de Chile y construyeron el convento de Las Condes (12). En cambio, el gran templo abacial de Buenos Aires que se siguió terminando en los 50 y 60, resulta tardío en su historicismo, ya que era contemporáneo de obras renovadoras como la parroquia de Fátima, de Caveri y Ellis en el cercano San Isidro. El catolicismo no logró en los dos últimos siglos recuperar su gran alianza con las artes de su anterior herencia.

Azcárate.

La liturgia y del canto gregoriano fue el campo donde la comunidad de San Benito cumplió una labor destacada y nítida, ejerciendo la docencia desde seminarios y centros de cultura católica.  Crearon una editorial que publicaba la producción literaria de estos monjes y sus traducciones de textos europeos. El cuidado diseño gráfico de sus misales bilingües renovaba la tipografía y la iconografía religiosa en una línea que se cultivaba en el convento alemán de Beuron, inspirada en ese imaginario medioeval y pre medieval. El “Misal Diario bilingüe para América Latina” del P. Azcárate tuvo más de 45 ediciones.

El P. Andrés Azcárate (1891-1981), que de prior es ascendido a la jerarquía de abad en 1950, renuncia a su cargo en 1963, cuando parecía que su prestigio y el éxito del movimiento litúrgico alcanzaban la cumbre. Presentó su renuncia a Solesmes, la abadía origen de la restauración benedictina francesa y del Movimiento Litúrgico y no volvió a convento de Silos sino a Leyre, un enclave benedictino perdido en las montañas de Navarra para permanecer allí hasta el final su vida. En 1950, cuando el convento de San Benito de Buenos Aires fue elevado por Roma a la categoría de abadía, Azcárate fue elegido por sufragio de los monjes como su primer abad. Antes había sido “prior” por varios lustros, habiendo llegado a Buenos Aires con los primeros seis monjes antes de ser ordenado sacerdote.  El uso de mitra y báculo mostraba su dignidad análoga a la de los obispos. En 1953 fue designado presidente de los Superiores mayores de las congregaciones religiosas argentinas y, poco después, de toda América latina. Justamente en el año 1963 de su renuncia coincidía con el del gran triunfo del Movimiento Litúrgico en el Vaticano II. Su gran sueño de la monumental abadía se veía casi cumplido y gozaba del mayor prestigio a escala internacional después de casi cincuenta años de actuar en el país.

Un disgusto por la quiebra económica de la cooperativa de las congregaciones religiosas argentinas no parece causa suficiente. Los sesenta fueron una época de quiebre dentro y fuera de la Iglesia. Azcárate era un hijo de la renovación teológica nacida en Francia en los siglos XIX y XX, que en esos momentos triunfaba en el Vaticano II, pero no dejaba de ser un español, lo que lo remitía a un catolicismo conservador reticente al Concilio. Él y sus monjes estaban inmersos en esas contradicciones. En los 50 consiguieron algunas vocaciones argentinas pero pocos se adaptaban al talante hispano del grupo original. Las élites cristianas buscaban una vuelta a las fuentes evangélicas y los monumentales templos que la Iglesia había construido por milenios parecía que apuntaban en otra dirección.

 En sus años de retiro en Leyre, Azcárate no dejó de revisar y actualizar su “Manual de cultura y espiritualidad litúrgica”; la séptima edición de “La Flor de la Liturgia Renovada” (13) fue  impresa por los Claretianos de Buenos Aires en 1976: se asumían gozosamente las reformas del Vaticano II que tanto había ayudado a elaborar junto con los de su Orden.

El Movimiento litúrgico después del Concilio.

El movimiento benedictino de renovación litúrgica hermanado a la teología católica centroeuropea triunfó en el Concilio Vaticano II de los años 60. En América del Sur la comunidad liderada por Azcárate había preparado el terreno con sus estudios y publicaciones. El uso de la lengua vernácula para la liturgia, el altar cara al pueblo, y otros logros del Vaticano II, también implicaron un “daño colateral” para otro patrimonio más inmediato de imaginería, arquitectura y arte tradicional católico que quedó en riesgo. El altar cara al pueblo puso en crisis a los grandes retablos y la eliminación de las misas “privadas” dejó sin función a los altares laterales. Hay que comprender que la Iglesia se vio obligada a rescatar el gran patrimonio intangible que era su liturgia, a costa de otra herencia tangible e intangible que las devociones habían acumulado por siglos en sus templos.

Sin entender las palabras del “Tamtum ergo” que eran acompañadas por los sonidos del órgano y por el aroma del incienso, los fieles eran atrapados por una emoción arrobadora en la bendición del Santísimo. En cambio la lengua vernácula tenía que construir versos y melodías que llevarían las de perder ante las masas acunadas por las devociones y los ritos entrañables de la religiosidad popular. El canto gregoriano que los benedictinos rescataron y cultivaron no pudo fácilmente traducirse al castellano ni otras lenguas porque era una melodía elaborada para los versos latinos palabra por palabra y letra por letra.

Sin embargo y sin entender ese idioma, hasta la “New Age” de los 80 fue seducida por ese sonido, convirtiéndolo en inesperado éxito discográfico. En la nueva abadía cercana a Lujan, a donde se trasladó en 1973 la comunidad de la calle Villanueva, se sigue usando en oficios y celebraciones la lengua latina, no como desobediencia al Concilio, sino porque para esa comunidad el latín es una lengua viva y el canto gregoriano un patrimonio que les toca salvaguardar. En ciertos lugares de Europa se preservan liturgias como la Mozárabe o la Ambrosiana por la misma razón.

Santiago de Estrada (14) vio a esa pequeña comunidad instalada en 1914 en Buenos Aires como un síntoma que preparaba el renacer católico de las siguientes décadas, puesto de manifiesto en el espectáculo multitudinario del Congreso Eucarístico de 1934 con un talante de cruzada triunfal que Aliata ve reflejado en la arquitectura religiosa argentina de la época (15).

Desde los cruciales 60 al presente de la Abadía.

 Como sucesor de Azcárate fue elegido el carismático y sonriente P. Lorenzo Molineros, que adquirió fama de sanador e hizo que en la calle Villanueva se formaran largas colas que quería recibir su bendición curativa.

La gran iglesia abacial era buscada para multitudinarios casamientos de famosos como Palito Ortega. Avalada por el Concilio la ideología litúrgica benedictina estaban en pleno triunfo,  pero la comunidad conventual  estaba un poco inquieta. Acaso ese tipo de fenómenos eran demasiado urbanos para su búsqueda monacal. Algunos historiadores consideran a los años sesenta como los de la verdadera revolución del siglo XX, la del gran cambio de mentalidades, y la comunidad benedictina no estaba inmune a esos desasosiegos.

A principio de los 70 los monjes repensaron el lugar donde cumplir su especial vocación del “ora et labora” en un ámbito rural más acorde a su antigua tradición monástica. El P. Martín de Elizalde venido del convento de Los Toldos sucedió como abad al P. Lorenzo y comandó un éxodo: traspasaron al clero secular el gran templo parroquial y refundaron su espacio arquitectónico con pretensiones más modestas en Jáuregui, en las cercanías de Lujan. Lejos de la gran urbe y de un  barrio invadido por las torres de la acomodada clase media belgranense, aunque no tan “en el desierto”, como fue Belloc en 1913.

En las décadas que siguieron a la mudanza desde el barrio de Belgrano a la rural Jáuregui, los benedictinos siguieron indagando y revisando el sentido de su vocación. Descubrieron archivos con los testimonios de aquellos pioneros llegados a la argentina en la segunda década del siglo XX y publicaron en “Coloquio” los diarios de viaje y crónicas de sus padres fundadores.

La ex Abadía de San Benito como patrimonio.

Triunfos, pero también éxodos, crisis, contradicciones, y  un patrimonio en riesgo a salvaguardar: la capilla del Santo Cristo implantada con singular calidad arquitectónica sigue lozana en el mismo sitio, en la silenciosa calle Villanueva. Un patrimonio  tangible  en el que está anclada una singular memoria.

El contiguo gran templo de San Benito Abad, por su carácter de hito urbano de la barranca, también es un patrimonio que debe cuidarse.

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Se están haciendo proyectos para reutilizar los edificios del monasterio y hacerlos sustentables. Sería de desear se destinen a un uso acorde a sus antecedentes religiosos y culturales, y que se rescate el valor  de la barranca. Una obra que se iba a implantar en la barranca fue paralizada afortunadamente en el 2014.  Porque todo el conjunto configura un sitio de Buenos Aires de especial sinergia paisajística, por su relación con la contigua Villa Ombúes, hoy embajada Alemana, su reserva natural, los restos del solar de Anchorena del siglo XIX, hoy casa parroquial sobre la calle Maure, y toda la barranca verde de nueve cuadras. El borde de Luis María Campos, desde la Escuela Superior de Guerra hasta la calle Olleros, conforma un paisaje  urbano de singular calidad donde la barranca presenta una franja verde, libre de edificación, que deja visible la huella del antiguo encuentro de la llanura pampeana con el rio. La implantación de sus edificios en la parte más alta deja libre ese zócalo verde en todo este tramo que caracteriza y cualifica un área para la cual se propuso una protección ambiental  con el proyecto de ley del 2008 (por ahora es vía muerta) para el Distrito APH 39: “Área de Protección Histórica Corredor Luis María Campos entre Olleros y Dorrego”, por sus valores urbanos únicos en la ciudad (16). En esa herencia urbana tangible están anclados singulares valores de la cultura litúrgica católica, gestados en la capilla del Santo Cristo, desde donde el sonido del canto gregoriano irradió su mensaje de religión y belleza.

ARQ. ALBERTO HORACIO BOSELLI

CICOP – Argentina – IAA-FADU-UBA

 

(1).- Santángelo, Mectildis. “D. Andrés Azcárate O.S.B. Primer abad de San Benito de Buenos Aires”. Separata de Cuadernos Monásticos Nro. 58, Córdoba, 1981.

(2).- Fliche, Agustín y Martin, Víctor. “Historia de la Iglesia”, Tomos XXIII y XXIV.   Valencia, 1980.

(3).- Azcárate, Andrés. “La Flor de la Liturgia Renovada. Manual de cultura y espiritualidad litúrgica”. Editorial Claretiana. Buenos Aires, 1976

(4).- Guardini, Romano. “El espíritu de la Liturgia”, Ed. Paulinas, Buenos Aires,. 2000.

(5).- Documentos del Vaticano II.  B.A.C. Madrid, 1968.

(6).- Merello Guilleminot. “La restauración del Canto Gregoriano, una reseña” Coloquio Nro. 44. año 2009. Luján.

(7).- De Elizalde, Martín. “Los monjes silenses en México y la Argentina. Diario del P. Manuel   Mohave (1914-1918). Coloquio. Nro. 2. 1998. Luján.

(8).- Jasca, Adolfo. “Las Iglesias de Buenos Aires”, Itinerarium, Buenos Aires, 1983.

(9).- Aliata, Fernando y otros. “Augusto C. Ferrari (1871-1970)”. Ed. Licopodio. Buenos Aires. 2003

(10).- Schenone, Héctor., Molina, Isaura y Santas, Jorge. “Patrimonio Artístico Nacional. Inventario de bienes inmuebles. Buenos Aires. Tomo III. Academia Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, 2009.

(11).- Lázara, Juan Antonio. “Las Iglesias Clonadas de Carlos C. Massa”. Revista Summa+, Nro. 104, noviembre de 2009. También en IAA (Instituto de Arte Americano), Seminario de Crítica, abril, 2011.

(12).- Gross, Patricio y Vial, Enrique. “El Monasterio Benedictino de Las Condes. Una obra de arquitectura patrimonial”. Ed. Universidad Católica de Chile. Santiago. 1988. Eliash, Humberto. “Unidad y Diversidad” Summa Nro. 265, septiembre, 1989

(13).- Azcárate. OC.

(14).- Estrada, Santiago de.  “Eclosión espiritual de 1934”.

(15). – Aliata, OC.

(16).- “Buenos Aires. “Palermo 1876-1960”, Graciela Novoa, Liliana Aslán, Irene Joselevich, Diana Saiegh, Alicia Santaló.  Instituto del Patrimonio Urbano. Buenos Aires, agosto de 1986.

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